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jueves, 18 de enero de 2007

COMPRENDER A DIOS (18 - ENE - 2007)

A Dios se le puede preguntar todo. Y puede ocurrir que Dios no tenga respuesta para algunas de nuestras preguntas. Y guarde silencio. Lewis, el autor de las Crónicas de Narnia, reflexionaba sobre ese silencio de Dios ante nuestras preguntas: “Cuando le planteo [ciertos] dilemas a Dios, no hallo contestación. […] Es como [si Dios] moviese la cabeza […] diciendo: «Cállate, hijo, que no entiendes.»”[1]
La vida tiene sus misterios. Y es demasiado compleja para lograr todas las respuestas. A veces erramos en el modo de formular las preguntas. Por ejemplo, ante el misterio del sufrimiento humano, en algunas ocasiones la pregunta adecuada quizá no sea “¿por qué?”, sino “¿por quién?”.
“Siempre recordaré —cuenta el filósofo José Ramón Ayllón— la pregunta de una conocida periodista, poco después de los atentados que conmocionaron al mundo en el año 2001: ¿Dónde estaba Dios el 11 de septiembre?” Su respuesta fue la única realmente a la medida del misterio del mal: “Dios está clavado en una Cruz, en agonía por ese atentado y por todas las barbaridades de la historia humana.”
[2]
El escritor francés Alphonse Daudet, en “Cartas desde mi molino”, narra una historia conmovedora: Al hijo de rey de Francia, al Delfín, le había llegado la hora de morir. El pequeño no entiende que, siendo el Delfín, tenga que morir tan pronto. —“Que muera en mi lugar Beppo, mi fiel amigo. Le pagamos bien y, como otras veces, ocupará mi puesto”. —El capellán le dice que la muerte es personal e intransferible. Al fin, llorando y volviéndose hacia la pared, el niño exclama: —“Entonces, ser Delfín, no vale de nada.”
El sufrimiento tampoco es transferible. Pero sí se puede compartir. Dios pudo hacerlo y se atrevió.
[3] Y lo sigue haciendo ahora. A veces nos falta comprender el sufrimiento de Dios, porque estamos demasiado ocupados lamentando el nuestro. ¿Quién consuela a Dios?

[1] C. S. Lewis. “Una pena en observación”, p 95. Ed. Anagrama, 6ª Edición, septiembre 1997
[2] José Ramón Ayllón.
[3] Cfr. C. S. Lewis. “Una pena en observación”, p 64. Ed. Anagrama, 6ª Edición, septiembre 1997

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