Entre los recuerdos de mi infancia está el de ver a mi padre leer. Mi padre siempre leía: cada vez que tomaba un nuevo libro (cosa que ocurría cada tres o cuatro días) lo forraba con papel de diario. Hasta cuando iba solo por la calle, de camino al trabajo, iba leyendo. Si alguna vez vieron por la calle a un señor de bigote, con chaqueta gris y corbata, con un libro abierto, sostenido sobre las palmas de las dos manos… ¡ése era mi padre! Agradezco este buen ejemplo de mi padre, que procuro imitar.
Y es que las personas que leen a los grandes autores, y leen bien, con tiempo para la reflexión, tienen una visión más penetrante de la realidad. Leer buena literatura o buenos ensayos alza el nivel del pensamiento, facilita la comprensión de las ideas dominantes, enseña a hablar en un lenguaje adecuado, a descubrir nuevos argumentos, a exponer ideas de manera convincente. La buena literatura, clásica y contemporánea, ha contribuido siempre a la formación ética y a la educación de los sentimientos, aspectos esenciales de la madurez humana.
Los grandes libros permiten compartir experiencias de gran valor humano: conocer personalidades como la de Hamlet o la de don Quijote; descubrir las tentativas del hombre a lo largo de su historia en busca de respuesta a interrogantes radicales de la existencia; penetrar, con Platón o con Aristóteles en el origen de nuestro modo de pensar; compartir las confidencias de San Agustín, los pensamientos de Pascal, la búsqueda de sentido de Viktor Frankl en un campo de concentración, o las reflexiones de Lewis sobre la experiencia del sufrimiento… ¡Qué apasionante puede llegar a ser la vida de los que leen!
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